Manual de desmemoria

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Me pregunto muchas veces por los verdaderos motivos para que gente del común, del común como tú o yo, se ponga de perfil o incluso sostenga posiciones beligerantes contra quienes persisten en conformar un relato honesto de nuestra historia.
Es cierto, sí, que en la redacción de esta es casi imposible llegar a un consenso cuándo lo que se evalúe sean las motivaciones y consecuencias de los hechos. No tanto en los acontecimientos en sí, aunque hay ocasiones en las que incluso las mentes más tercas niegan la evidencia. Un claro ejemplo sería la existencia de decenas de miles de fosas comunes, que como consecuencia de la guerra civil española y posterior represión a los vencidos, llevó a muchos más de cien mil ciudadanos del país a ser asesinados y sus restos, permanecer aún a día de hoy ocultos e ilocalizables en enterramientos furtivos.

A ese sector negacionista (negacionista hasta que los enterramientos son descubiertos) le hemos escuchado decir con ánimo de quitar gravedad al asunto, que todos los bandos contendientes en la guerra eran igual de crueles. Que eso es consecuencia de la propia naturaleza de la guerra, pero el argumento se no se sostiene cuando los actos de represalia no son equiparables en número y además continuaron sucediéndose durante mucho tiempo después de terminado el conflicto.
Ganar y seguir matando y seguir matando… Que curiosa equidistancia.
Si alguien esgrime como excusa para seguir dificultando todas las acciones que se emprenden por conseguir conformar una Memoria Histórica, que precisamente hacerlo es reabrir heridas… ¿Cuándo podrán cerrarse las heridas de otros abiertas durante décadas? ¿No comprenden que en el gesto de empatizar con quien sigue buscando los restos de un padre, un abuelo o un pariente querido, de una persona que fue arrancada de entre los suyos para desposeerlo de la vida, pueden dar pie a pasar de página y encarar el porvenir sin hacer bandera de crímenes que no les son propios?
¿Por qué seguir enarbolando la bandera de aquel odio?
Resignado por tanto a vivir en un estado en el que muchos millones de sus habitantes son parte activa (aunque sea por omisión) en que perdure el legado de horror y muerte de una dictadura que gobernó con mano de hierro el país, a algunos no nos queda otra que seguir alentando y apoyando a quienes se enfrentan a esa situación y sus consecuencias.
De siempre he simpatizado con las asociaciones, investigadores y personas en general, que se organizan para localizar los restos de los represaliados por el fascismo y devolvérselos a sus familias. Percibo esa labor, como un acto de amor y empatía que nos dignifica como personas.
Con motivo de la escritura de mis dos últimas novelas, en aras de conseguir información y documentación, me fui acercando más ese mundo, a esa gente y me he sentido muy bien entre ellos.
También influye en mi sentir, que en la propia familia exista un caso similar al de otras tantas decenas de miles. Una cuestión que está abierta y pendiente de que no llegue un día en el que los enemigos de la Memoria Histórica, consigan detener las investigaciones y se logre encontrar a un hermano de mi abuela materna, cuyos restos robados conforman parte del abominable mausoleo del valle de Cuelgamuros.
Así llega un momento en el que se me hace necesario avanzar más, conocer de cerca su labor o colaborar si fuera posible. Una cosa lleva a otra, esta a otra y es así como hace unos pocos días, pude participar como voluntario ayudando a los investigadores de la Sociedad de Ciencias Aranzadi y de Euskal Prospekzio Taldea en la recuperación de los restos de una fosa común.

 

 

 

 

 

 

Antes de atravesar la entrada al cementerio de Orduña, claro que sabía con qué me iba a encontrar, lo que no me imaginaba era como “me iba a encontrar”.
Dentro del recinto, a mi derecha, aparecía la fosa común, en ella yacían alineados los esqueletos de los prisioneros que ejecutaron o mataron de hambre en el campo de concentración de Orduña, desde 1937 hasta varios años después de terminada la guerra civil.

Aquella imagen llegó de la compañía de una tristeza repentina, terrible. Una sensación que aún me acompañaría varios días después.
Más adelante, el equipo de la excavación así como algún voluntario, trabajaban en una parte de esta enorme fosa común, que estaba pendiente de ser investigada. Sobre este espacio se habían construido nichos y hasta su derribo, no les había sido posible acometer los trabajos, como ya habían hecho en otras partes de la fosa común, a la que habían accedido levantando el pavimento de pasillos y excavando bajo ellos.
Para estos equipos es muy importante el aporte de voluntarios. Pensemos que continuamente hay que estar despejando el espacio, extrayendo la tierra fuera de la fosa, así que esa fue la labor a la que me dediqué.
Estar allí, sentir la empatía de quienes allí están excavando, para con esas personas de las que empieza a aflorar desde la tierra, un cráneo, un hombro, un objeto personal… Sí, me hacía sentir triste pero orgulloso a un tiempo, por verme entre gente tan comprometida y solidaria.

Y desde luego, no podía dejar de cuestionarme el sin sentido con el que encabezaba este texto, de que a día de hoy, existan administraciones, jueces, ciudadanos de a pie que se muestran abiertamente hostiles a estas tareas de dignificación de las victimas.
Comentaba el conocido forense, antropólogo, investigador Paco Etxebarria en una entrevista que un equipo de radio le realizó aquella mañana allí mismo, a pie de fosa, junto a varios integrantes del equipo, que desde el año 2.000 se había recuperado la friolera de los restos de 20.000 personas.
La cifra es demoledora a la vez que resulta paradójico que en el mismo estado, existan lugares en donde estos trabajos se llevan adelante sin zancadillas políticas y judiciales, mientras que en otros, parece que estuviesen proscritos.
Tales condicionantes hacen aún más meritoria la labor de las personas y organizaciones que en esas comunidades, luchan por revelar y dignificar esos espacios de horror.
Es evidente que hay una estrategia por parte de quienes durante décadas han pretendido invisibilizar esta vergüenza, que les ha funcionado.

El plan no es otro que esperar que por simple ley de vida, primero fuesen desapareciendo las personas más afectadas por esto, Cónyuges, padres, hijos… Después haciendo presa incluso en nietos, de tal manera que con el paso generacional, el interés por resolver semejante desatino se vaya diluyendo en posteriores generaciones, que irán contemplando esta problemática cada vez más lejana y de la que muchos se irán desvinculando emocionalmente.
Esto conforma un carácter hipócrita colectivo para con los habitantes de un país que no es capaz de mirar con honestidad a su historia. Una actitud que desde países de una órbita cercana en el marco político y social, es contemplada con estupefacción y desprecio.
No gusta a nadie algo así, pero a algunos no nos van doler prendas en intentar poner a nuestros conciudadanos frente al espejo. Si lo que ven, lo que vemos, no nos gusta, ocasión hay de enmendarlo.