Ligeramente ladeados, todos en la misma dirección. Igual que una muchedumbre cuando se apretuja y se pone de puntillas, intentando alzar las cabezas por encima de la de los más próximos para mirar algo todos a la vez, estos, los árboles, intentan que sus copas roben desde el primero al último de los rayos del sol mirando al sur.
Por debajo, por lo verde, por la umbra húmeda, mullida y agradable, el mundo transita a bordo de una indiferencia que nos es mutua.
Ellos a lo suyo, yo a lo mío.
Alcé la mirada y como tenia en las manos la cámara o el teléfono, (¿Qué es este trasto realmente?) para responder a un mensaje, hice ese disparo. Algo me atrajo de la escena y hay veces que suelo funcionar así, a impulsos.
Luego, con el móvil en el bolsillo del pantalón, seguí con el libro cuya lectura había interrumpido el tono de alerta del mensaje. Leí. Lo hice hasta que la luz del día menguó tanto que por eso desistí.
Lo del frío húmedo que me envolvía el torso, como una camisa rescatada del tendal y que no ha terminado de secar, no me molestaba. Normalmente, no lo hace.
Me gusta mantener ese pulso contra la climatología y remoloneo hasta el extremo para ponerme una chaqueta. De hecho, aunque colgaba una sudadera del bolso donde más tarde guardaría el libro, no me la puse. Era más útil hacer con ella un ovillo y ajustarlo entre mis lumbares y la concavidad del banco. Uno igual que el de la foto.
Ese banco.
Ahí, antes, había sentado un hombre. Vino después de hacer la foto. Estuvo, luego se fue y el banco quedó vacío.
Una presencia repentina en él, descubierta de reojo, me hizo levantar la mirada de nuevo.
Entonces la vi, juraría que la vi. Y no sé porqué bajé la mirada al libro de nuevo. ¿Igual porque no podía ser? ¿Porque no la vi? ¿Solo para fantasear que fue así?
¡Joder! Que solo pasó un suspiro. Que levante la mirada de nuevo para confirmar que allí estaba, pero no. Que ya no había nadie.
Solo el puñetero banco vacío, la fuente a la que de vez en cuando se acercan perros con sus dueños, inquietos, negociando unos tragos de agua. Y ellos claro, ellos también, los árboles que en un día nublado como este y a punto de anochecer, los muy gilipollas siguen mirando al sur.
Y nada más.
Y a nadie le importa nada más.
Y este mi dolor, o el tuyo si se da el caso, ese que a todos alguna vez se nos sube a los hombros sin permiso, ha venido decidido y presiento que nos haremos compañía durante bastante tiempo.
Y sé, lo sé, que tampoco pasará nada que no sea normal aunque me devaste.
Ya me lo están diciendo lo árboles. Igual no son ellos los gilipollas.