En las últimas fechas, dos barcos con cierto renombre, han fondeado en el puerto de Bilbao.
Uno ha sido el Aita Mari, un pesquero de Getaria transformado en buque de rescate. Esta embarcación y su tripulación aguardan desde hace semanas, a que el gobierno español les autorice a dirigirse al mar mediterráneo a salvar vidas, y no se lo permiten. Europa prefiere que el problema de la emigración, desaparezca al ritmo que lo hacen los emigrantes al ahogarse en el mar.
Esgrime el gobierno, excusas ridículas para impedirles cumplir con algo tan honesto y digno, como ir a salvar vidas, y no, no puedo con algo así.
El otro barco al que me voy a referir, llegó después de que el Aita Marí se hiciese a la mar, buscando otros puertos donde seguir difundiendo el fin para el que ha sido creado. Días antes, un destacado político de la extrema derecha española, ya le daba la bienvenida nada menos que a Getxo (Gipuzkoa) ¡como lo leeis! Que no es que el chico de «a master regalado no le mires el diente» tenga un lapsus, que podría, es que el entusiasmo que henchía sus venas por ver atracar en el puerto de una tierra tan desafecta, al buque insignia de su ejército, (ese mismo que desde hace varios siglos solo gana guerras cuando se enfrenta a población civil o milicias populares) pudo jugarle una mala pasada y equivocarse… aunque seguro que nunca tanto como para escribir esos topónimos con la grafía que he empleado.
La cosa es que la estancia de un par de días del portaaviones, alentó no se si a cinco mil, o diez mil… (los que fuesen) animados domingueros, que hicieron largas colas para visitar el navío. Se lo pasaron chupi.
Yo entiendo que puede llamar la atención un barco tan grande, los cazas en la cubierta, los vehículos blindados en las bodegas… y los soldados vestidos tal cual si fuesen marines, ¡joder, como en las pelis! Sobre todo a una juventud a la que no le han llegado a calar los valores antimilitaristas de los que hasta hace unos años, eran multitudes los jóvenes que los secundaban. Quizá creíamos que aquellas buenas intenciones habían echado sólidas raíces en la sociedad, y posiblemente estuviésemos equivocados. Será esta una pelea que no cese, por eso nos viene bien el aviso.
Pero por sintetizar: uno de los barcos tiene como objetivo salvar vidas y el otro es una colosal máquina de guerra.
Uno lleva el nombre de Aita Mari, un patrón de barco guipuzcoano, que en el siglo XIX alcanzó fama por salvar a muchos náufragos o pescadores que eran sorprendidos por tormentas en el mar, hasta que finalmente el océano, se cobró su vida.
Es curioso, hasta en el nombre de los buques, el pequeño pesquero salvavidas, arrolla en dignidad al del militar. Pues no van y le llaman al portaaviones «El campechano», bueno vale, Juan Carlos I, que viene a ser lo mismo, pero en coloquial.
Llegado a este punto, sobran las comparaciones y vuelvo a lo que quería contar, que me pierdo y ya se que he comenzado sacudiendo, ¡pero es que lo ponen a huevo! Y lo que quería contar, tiene relación directa con barcos de rescate, como el Aita Mari, y las historias, las miles de historias tristes (porque lo son), que hay detrás de los cadáveres hinchados de los ahogados.
Leía hace un rato en un artículo publicado hace unos meses, artículo del que os dejo el enlace al final, un par de historias que me tocaron la fibra. Después de hacerlo, me vino a la cabeza la injusticia de que no dejen dirigirse al Aita Mari a salvar gente.
Y porque mi cabeza para algunas cosas, enlaza con otras a lo simple, a lo básico, por eso reviví el hastío que me produjo la llegada del infame portaaviones. Esto si que me gusta como ha quedado… ¡infame! porque como toda máquina de guerra, lo es.
En fin, copio y pego la reseña sobre el cadáver de un chico ahogado en el mediterráneo de unos 14 años, que llevaba cosidas a la ropa, sus notas escolares. El chaval creía que cuando viesen en europa que era muy buen estudiante, le recibirían con amabilidad.
Había nacido en Malí hace 14 años y era un buen estudiante. No contaba con un visado que le permitiera entrar en Europa, pero estaba convencido de que su mejor salvoconducto iba a ser su boletín de notas. Cuando los europeos comprobaran cuánto se había esforzado en matemáticas y lo bien que se le daba la física, tal vez le dejaran quedarse con ellos y emprender una nueva vida en el Viejo Continente. Un sueño lejos de la miseria de casa. Para evitar perder el expediente durante los más de 3.000 kilómetros que le quedaban de viaje o que se lo robaran los ladrones y traficantes, el muchacho lo escondió en un bolsillo secreto que cosió a su chaqueta. Ahí permanecería hasta que llegara la hora de sacarlo a la luz con cierto orgullo delante de un funcionario encargado de inmigración. Le haría ver que él era un chico trabajador y serio, digno de que se fiaran de él y de que le dieran una oportunidad en la tierra de los ricos.
No fue ningún policía quien encontró el boletín. Lo halló la médico forense y antropóloga italiana Cristina Cattaneo cuando, con su equipo del Laboratorio de Antropología y Odontología Forense de Milán (Labanof), realizó las autopsias a los inmigrantes que fallecieron en la barcaza naufragada el 18 de abril de 2015 en el Canal de Sicilia. Más de mil personas murieron en aquel desastre. Es una estimación según el testimonio de los supervivientes, pero nunca se sabrá el número real de desaparecidos. Entre los 528 cuerpos sin vida que Cattaneo y sus colaboradores examinaron cuando las autoridades italianas consiguieron sacar del agua la barcaza naufragada, estaba el del adolescente de Malí.
«Aquel día todos nos quedamos impresionados por un cadáver en particular. Se notaba que pesaba menos que el resto. Cuando abrimos el saco mortuorio vimos que se trataba de un cuerpo cuyas articulaciones casi se habían convertido ya en un esqueleto. Estaba vestido con chaqueta, chaleco, camisa y pantalones vaqueros», cuenta la forense en ‘Naufraghi senza volto. Dare un nome alle vittime del Mediterraneo’ (Naúfragos sin rostro. Dar un nombre a las víctimas del Mediterráneo), el libro recién publicado en Italia por Raffaello Cortina Editore.
La antropóloga cuenta en el volumen el trabajo que lleva desarrollando desde 2013 para tratar de recuperar la identidad de los inmigrantes y refugiados ahogados en el Canal de Sicilia y dar así una dignidad a los muertos. Es una labor de investigación científica y documental en la que tienen tanta importancia los restos humanos como los objetos y documentos que encuentran con los fallecidos. Hay dinero, auriculares, carnés de la biblioteca o que acreditan como donante de sangre, teléfonos, fotografías de novias o esposas… Incluso un boletín de notas, como el de aquel chico de Malí que supieron que tenía unos 14 años gracias al desarrollo de sus huesos.
«Empezamos a desvestirlo. Mientras palpaba la chaqueta, sentí algo duro y cuadrado. Lo cortamos desde dentro para recuperarlo sin dañarlo. Me encontré entre las manos con un pequeño haz de papeles con varios estratos. Traté de separarlos sin que se rompieran y luego leí: ‘Boletín escolar’. En una columna, con las palabras un poco descoloridas, estaba escrito: matemáticas, ciencias físicas…». La forense se quedó tan sorprendida como los otros miembros del equipo al darse cuenta de que tenían frente a ellos el expediente, escrito en francés y en árabe, de un muchacho de educación secundaria. «Pensamos todos lo mismo, estoy segura: ¿qué expectativas tenía este joven adolescente de Malí para esconder con tanto cuidado un documento precioso para su futuro, que mostraba sus esfuerzos, su capacidad de estudio? ¿Pensaba que le habría abierto quién sabe qué puerta de una escuela italiana o europea?». De aquella ilusión sólo quedaba un cuerpo sin vida y un puñado de papeles descoloridos por el agua del Mediterráneo.
Mas adelante, en el artículo cuentan que otros cuerpos, aparecen también con bolsitas cosidas a la ropa, pequeñas bolsas de tela que contienen tierra de sus pueblos, de sus hogares. Esto me hizo reparar sobre algo que hago a veces. No es comparable, lo sé, pero de seguido me acordé de que yo también me aferro en ocasiones a cosas. En este caso a piedras, a pequeños guijarros que recojo del fondo de un río al final de mis vacaciones.
Por suerte para mí, no he tenido que emigrar nunca, así que si me voy de casa o de mi tierra, suele ser por un periodo no muy largo, y me pasa que desde crío he establecido un vínculo muy, pero que muy personal con un río lejano y el entorno de naturaleza por el que discurre.
Es así que cuando me estoy dando el último baño del verano en sus frescas aguas, me sumerjo hasta el fondo, y de allí recojo una piedra, no mucho mas grande que una nuez. Una piedra de río bonita, con algún brillo curioso, o veta vistosa que la cruce. Salgo del agua con ella y viene conmigo, pasamos el invierno juntos. Unas veces enreda por un cajón, otras por entre la guantera del coche, otras por entre los libros de mi biblioteca… y al llegar el siguiente verano, vuelve al lecho del río con el primer baño.
Bien, reconozco que en todo esto hay una parte de gilipollez, pero soy aficionado a enaltecer unas cuantas clases de ellas. A lo que voy es a que seguramente, yo sería como ellos. Me llevaría un poco de tierra de mi huerta si tuviese, o una piedra de un río, para en el futuro próspero y de duro trabajo que me esperase, deleitarme alguna vez ensuciando mis dedos con esa tierra, o pasando de una mano a otra ese guijarro, calentándolo entre mis manos y después percibir el tacto suave y templado de la superficie lisa de la piedra al pasarla por mi cara.
Y si hubiese sido un buen estudiante, que nunca lo fui, también llevaría la prueba de mi trabajo en la escuela cosida a mis ropas. Que con catorce años, iba a ser capaz de demostrar a cualquiera que soy un tipo trabajador, y que a nadie le perjudicaría tenerme de vecino, de compañero o de amigo.
Dos barcos famosos estuvieron estos días en Bilbao. Uno navega ya por los océanos, librando batallas imaginarias, entrenando para hipotéticas guerras futuras y que lo naturalicen en el medio para el que fue construido.
El otro, el barco pequeño, permanece amarrado a un puerto. Este es el peligroso para los gobiernos de europa.
Enternecedora historia del niño,no la conocia
Muy buena reflexión, gracias