Señales del alba

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Quiero compartir con vosotros, esta, mi colaboración, que aparece publicada en Señales del alba, último de los libros de Francisco González Tejera. Este hombre, lleva muchos años glosando en sus obras (si no me equivoco este es su quinto libro) centenares de testimonios que son buena muestra de lo que supuso la represión fascista en su tierra, en Canarias, y ya por extensión, en cualquiera de os lugares del mundo, que padeció el infortunio de padecer semejante peste.

El autor de Señales del alba, posa al borde de la sima de Jinámar (Gran Canaria) lugar donde yacen los restos de centenares de personas asesinadas y arrojadas a su interior durante los tiempos más duros de la represión franquista.

Francisco González Tejera es un luchador, un tipo que para llevar adelante este trabajo, se ha dado de bruces muchas veces con una realidad tozuda e hipócrita, que busca invisibilizar aquellos hechos deleznables. Así todo, nunca ha desfallecido en el intento a pesar de ser objeto de numerosos y diversos ataques. Intentos baldíos por silenciar su voz.

Y no, no lo conseguirán. Al final del texto, os dejo el enlace a su blog, desde donde podréis conocer mucho más en profundidad toda su intensa labor y sus obras literarias.

Entre el autor y yo, se ha ido tejiendo durante los últimos años, una amistad y una intensa relación epistolar alimentada por numerosos correos electrónicos y mensajes, desde nuestros perfiles en las redes sociales. Es por ello que cuando enfilaba el final de la redacción de este libro y me propuso colaborar en él, no dudé en aceptar.

Unir mi voz, de manera testimonial, a la de uno de los mayores cronistas de la represión franquista que existen actualmente en el estado español, en una de sus obras, es todo un honor.

El sentido del texto, versa principalmente sobre la comparativa y diferente catalogación de «ciertas victimas» de la violencia en función de su victimario y conveniencia política. Un breve repaso por los conflictos acaecidos en España en los últimos dos siglos, que me sirven para al ir hilvanándolos, llegar a nuestros días.


Todo lo que tiene nombre, es.

Quien no tiene nombre, no es.

No permitamos que borren sus nombres.

Conocí a Francisco González Tejera, por sus trabajos literarios, muestra de su infatigable empeño por el esclarecimiento de los crímenes de la represión fascista en el estado español, así cómo por el reconocimiento de todas sus víctimas cómo tales. Muchas de ellas enterradas en infames fosas comunes, cubiertas de olvido.

Estremece leer sus relatos y conocer el aciago destino de tantos de sus paisanos del archipiélago canario. Hasta esas lecturas, Canarias apenas había tenido un espacio destacado en mi memoria, al reparar en los escenarios más cruentos de la guerra civil española. A pesar de no establecerse allí un frente de guerra, la muerte se enseñoreo con saña contra todos aquellos que defendían la legalidad republicana. Circunstancia que también sucedió en otros puntos de la península, donde el golpe de estado del 18 de julio de 1936 triunfó en horas o pocos días. Lugares en los que miles de personas fueron fusiladas, desparecidas, secuestradas y asesinadas. Resulta lógico pensar que algunos pocos pudieron burlar el acoso fascista y escapar del país o a territorio republicano, pero ¿qué hacer cuándo vives en una isla?

Nada. Esperar el fin.

La singularidad insular, agravó aun más el efecto de la represión contra la población canaria, facilitando a los sublevados el exterminio del adversario político.

La resistencia ideológica al fascismo, de quienes entonces se conjuraron a no traicionar ni a sus mentes ni corazones, se nos muestra cómo una heroicidad. Gracias a esas personas, hoy podemos mirar hacia el pasado con el empeño de conformar un relato veraz de aquellos tiempos. Son por tanto, los testimonios que Francisco González recoge en sus libros , piedra y argamasa para construirlo.

Proclaman los valedores y herederos ideológicos del régimen franquista, también algunas voces equidistantes de cierta intelectualidad y clase política, que la lucha por la recuperación de una memoria histórica y las iniciativas por esclarecer los horrores de la represión fascista, son intentos revanchistas de ajustes de cuentas por parte de quienes perdieron la guerra. Añadiendo además, que fue una época en la que por así decirlo, todos los bandos en litigio cometieron los mismos excesos. Unos argumentos infames, que son un intento de que cuaje el credo de que solo hubo violencia durante la guerra, obviando las décadas posteriores de represión, un periodo en el que sí que hubo un revanchismo desmedido, pero fue por parte de los vencedores. En cualquier caso, hasta un supuesto ajuste de cuentas, aunque fuera a título testimonial por parte de los represaliados es ya imposible.

La estrategia para quienes buscan silenciar semejante holocausto, es tan simple cómo efectiva. Desaparecidas por ley de vida víctimas y asesinos, con la siguiente generación, la de sus hijos ya anciana o casi, el paso del tiempo podría ir minando el interés por esclarecer aquellos hechos en las generaciones venideras. Por eso es importante recuperar los testimonios de aquellos crímenes y no demorarse en buscar las miles de fosas comunes, esparcidas y ocultas por todos los rincones del estado. Mantener la anteriormente referida equidistancia al respecto de esta cuestión, además de ser una traición y una crueldad, es una torpeza histórica que sumirá a generaciones futuras en la ignorancia.

Así pues, sumo modestamente mi empeño al espíritu del que nace este libro, reparando en una cuestión básica para avanzar en este largo y a veces frustrante camino: la negación cómo víctima a la propia víctima. O lo que es lo mismo: la aniquilación total de su condición e identidad, empleando diferentes varas de medir dependiendo de su victimario.

Para avanzar en esta línea, voy a referirme a un conflicto del que estimo que por su cercanía en el tiempo, la mayoría de lectores tendrán sobradas referencias y particulares puntos de vista. No profundizaré demasiado en sus orígenes y otros detalles. No es posible hacerlo con rigor en una colaboración cómo esta, pero me es útil referirme a él para trazar una comparativa entre la consideración que se tiene hacia unas víctimas y otras, en función del contexto político.

Nací en Bilbao en 1968 y toda mi vida se ha desarrollado en paralelo a la violencia que hemos sufrido en Euskadi. Durante ese periodo, hubo quienes sufrieron esa violencia por parte de ETA y hubo quienes la padecieron desde el poder del estado. En ambos casos, hablo de una violencia total. De asesinatos perpetrados bajo distintas premisas y que fluctuaron en intensidad y número con el paso de los años, según las diferentes estrategias esgrimidas por las partes y las circunstancias políticas del momento. Y por supuesto que hubo muchas personas también, que experimentaron esa violencia en carne propia por parte de un lado y de otro.

No hablo solo de la violencia de quien empuña un arma y mata. Violencia son secuestros y violencia es cuando se padece una pena de prisión injusta. Violencia son las amenazas y violencia es aplicar leyes redactadas ad hoc que supongan limitar la libertad sesgadamente. Violencia es la represión contra un pueblo negándole su propia identidad, intentando aniquilar su lengua ancestral y violencia es verse obligado al exilio para salvar la vida o preservar la libertad a cuenta de la propia actividad política.

Sí, ciertamente la violencia tenía retorcidas ramificaciones y expresiones. En tal disyuntiva, en nuestra sociedad había quienes a la sombra de su ideología, eran selectivos con lo que querían y no querían percibir cómo punible o justificable. En relación de las identidades de las personas afectadas, asesinadas, de sus responsabilidades dentro de los aparatos del estado, o de su militancia política, de su actividad en la clandestinidad o de su participación en la lucha armada, se establecían a veces, diferentes grados de un supuesto “merecimiento” o por contra “enaltecimiento” en función de quien emitiese el juicio. Nada distinto, por cruel o cínico que pueda parecer, que no haya sucedido y suceda, en otros conflictos a lo largo del mundo.

Lo sencillo entonces, lo lógico, lo común (ponga cada cual el calificativo que estime) podía ser dejar arrastrase por la visceralidad y según las propias vivencias y afinidades, tomar partido incondicional por alguna de las partes. Pero eso ocurría en algunos casos porque un gran sector de la sociedad vasca, mantenía una visión muy crítica de las tropelías cometidas por todos los elementos en liza. Bien es cierto que no se puede asegurar que este fuese tampoco un bloque homogéneo, porque como en los demás, fue variando con el paso de los años, asomando una diversidad de matices en el análisis, que conducían a unas interpretaciones incompatibles en muchas ocasiones. El recurrente dicho de si no estás conmigo, estás contra mí podía ser enarbolado por cualquiera, ante la desazón que producía estar atrapados en un marco sin solución.

El dolor, la ira, el miedo, el odio, las injusticias, los efectos colaterales de una guerra interminable, expresión acuñada por la escritora Almudena Grandes, para conjuntar en una colección una importante parte de sus obras y que le tomo prestada, alimentaban una espiral de enfrentamientos que ya había sobrepasado los planteamientos políticos.

Durante muchos años, creo que la mayoría de los vascos pensábamos que después de varios intentos frustrados de encontrar vías para encontrar la paz, aquello no tendría final si no era a muy largo plazo, pero en 2011 sucedió. ETA abandonó la lucha y el conflicto adoptó otra forma, en la que los argumentos políticos de todas las partes siguen sobre la mesa sin solución, sin apenas debate.

Así pues no deberíamos caer en el mismo error que trajo consigo la llamada Transición, no es conveniente hacer borrón y cuenta nueva sin enfrentarnos a un relato honesto de nuestra historia. La clave entiendo, está en el reconocimiento del mal sufrido y causado de una manera recíproca en los casos que corresponda. Paso indispensable para pasar página sin blanqueamientos de ningún tipo, pero para eso, todo el elenco de protagonistas ha de estar por la labor. Una situación que por ahora, no se atisba ni de lejos.

Por tanto, al referimos a la violencia erigida en origen sobre argumentos políticos, no se puede reconocer unicamente a las víctimas de ETA, GRAPO o de células islamistas.

Para las que lo fueron de la represión fascista en un exterminio sin precedentes ocurrido durante y después de la guerra civil, no hay a día de hoy ni verdad, ni justicia, ni reparación,

Cómo tampoco lo hay por extensión, para las que lo fueron a consecuencia de la violencia ejercida por una parte de las fuerzas de seguridad del estado, en distintas circunstancias a lo largo de un periodo mayor que el medio siglo que duró la actividad de ETA. Hechos acaecidos durante la dictadura pero que se prolongaron tras la instauración del actual régimen político, sin duda consecuencia de que en España, no hubiese una ruptura política real con el franquismo. Todas sus instituciones, sus mandos, sus fuerzas armadas y de seguridad, se diluyeron y mimetizaron entre los engranajes del nuevo sistema. Por eso existen víctimas sin reconocer del GAL y de otros grupos parapoliciales creados a la sombra del estado, que no atentaron unicamente contra el activismo de quienes optaron por la lucha armada, si no que también lo hicieron contra comunistas, independentistas, sindicalistas… en definitiva, contra la oposición política más activa. Hubo ejecuciones, torturas, emboscadas, asesinatos en manifestaciones (políticas y laborales) en centros de detención, en prisión. Eso es un hecho aunque apenas se hable de ello. Búsquele quien quiera tres pies al gato, pero hay datos y hay evidencias que así lo demuestran. Por tanto, reconocer la condición de víctimas solo a un determinado grupo de ellas (que obviamente lo son) es la herramienta de quienes por ventajismo político, pretenden construir un relato maniqueo y tergiversado de nuestra historia reciente.

A día de hoy, solo con echar un vistazo a lo que los medios de comunicación generalistas españoles transmiten, o testar el clima de opinión en una gran parte de la sociedad, se aprecia que lo que ha calado en ella, es que las únicas víctimas reconocidas de la violencia política o del terrorismo, son las de ETA. Si acaso también, las asesinadas en atentados islamistas, pero incluso a estas, se las sitúa a otro nivel. Parece que la globalidad de estas acciones otorga a estas víctimas un status distinto, puesto que no se aprecia que se les preste la misma consideración y trato. Muestra inequívoca, fue la denigrante presión política y acoso mediático que sufrieron los afectados y familiares de los asesinados en los atentados islamistas del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Todo a cuenta del empeño que mostraban en el esclarecimiento de aquellos hechos, apelando a una parte de la clase política que ocultó y falseó datos relevantes para dificultar conocer las circunstancias y autores de aquellos crímenes.

Ese infame nivel de más o menos víctima, en función del victimario, es consecuencia del uso partidista que se hace de algunas de ellas, por el sector político más conservador y cuando ha convenido, también por parte del autocalificado como progresista. Una estrategia empleada cómo arma arrojadiza, que en ocasiones sirve de señuelo para desviar la atención pública de temas incómodos, a riesgo de alimentar la división y visceralidad en la población de manera peligrosa, para la obtención de réditos electorales.

Para comprender este retorcido presente, conviene revisar nuestra historia. Uno observa abatido, cómo esta disciplina es ninguneada cada vez más en un sistema educativo, en el que no impera formar a personas con capacidades de establecer criterios desde la empatía o el conocimiento. Simplemente se centra en educarlas a conveniencia de un sistema en cuya sociedad, sus integrantes no cuestionen demasiado los pilares sobre los que se sostiene.

Así se ofrece al estudiante joven, relatos edulcorados o directamente falseados, porque falsear, también es reparar en unos hechos y voluntariamente silenciar otros relacionados. Programando un desconocimiento premeditado, se va instaurando una manera correcta de pensar y por consiguiente, de vivir.

Y ya puestos a mirar hacia atrás, hagámoslo hacia el siglo XIX en España. Un periodo apasionante, lleno de cambios sociales, movimientos culturales diversos, de agitación política pero de guerras también.

Es tal la cantidad de enfrentamientos que tuvieron que vivir quienes nos precedieron tres, cuatro, cinco o seis generaciones más atrás, que a pesar de su lejanía en el tiempo, se conformó un poso de violencia, de resentimiento e injusticia, que quizá perdura y podría explicar desde mi punto de vista, algunos de los motivos que nos han conducido a esta situación.

Tras dos guerras contra Francia en los albores del siglo, Guerra de la Convención (1793-1795) y Guerra de Independencia (1808-1812) además de abocarse el país a una profunda crisis económica y política, asomó en parte de la población la determinación tenaz y sincera de alcanzar mejoras políticas y sociales, siguiendo el camino marcado por los ideales de la revolución francesa. Frente a ellos, un poder que rehusaba perder derechos y prebendas, atesoradas durante centurias. La pugna política iría derivando con el paso de los años en la aparición de diversas ideologías, que arrastradas por el peso de los acontecimientos y en unos escenarios abonados al enfrentamiento, llegarían en ocasiones a dirimir sus notables diferencias en el campo de batalla.

El siglo concluirá con la derrota española en las guerras coloniales de Filipinas y Cuba, pero por medio de estos episodios, se producen numerosos levantamientos militares, las tres Guerras Carlistas y la proclamación y abolición del primer régimen republicano.

Reparemos en un dato sobrecogedor. En poco más de un siglo, entre 1834 y 1936, se desatan cuatro guerras civiles. No hay por tanto una sola generación en ese periodo que no se haya visto afectada o implicada, más o menos directamente en una guerra doméstica.

Una sociedad que soporta esa carga de dolor, heredado a veces generacionalmente, lo tiene muy difícil para tejer entre sí lazos de afinidad. Quizá por ello, se fue gestando una diferenciación muy clara entre la población. Por un lado los afines a ideas de progreso, de logros sociales y de libertad (en función sí, de la particularidad de cada época) y por otro, un sector proclive al poder conservador, cerrado a los cambios y rendido a un apoyo incondicional a un ejército corrupto, que las únicas guerras en las que resultaba vencedor eran las que desataba contra sus compatriotas.

Todo eso, unido a una tardía industrialización, deficientes reformas en educación, una religiosidad enfermiza e indispensable para el control social, lastraron al país sumiéndolo en un continuo atraso industrial y cultural respecto a estados más evolucionados. Si a estas circunstancias, añadimos que el gobierno de la nación, salvando pequeños periodos, siempre ha estado en las mismas manos, gracias a unos poderes fácticos inamovibles, resulta que el relato histórico es un chiste de mal gusto.

Y eso ha profundizando en el subconsciente de la sociedad, generación tras generación. No en su totalidad, obviamente, pero sí en un amplio sector, que se ha desconectado de cualquier intento de esclarecimiento objetivo de su historia. Por eso hoy, nadie ignora en España que tras la última guerra civil, los vencedores siguieron matando a sus adversarios. Se estima que los restos de unas ciento cuarenta mil personas asesinadas por la represión fascista, permanecen ocultos en enterramientos sin identificar, siendo cada vez más difícil su localización.

Uno piensa, que en cualquier país del mundo este dato haría palidecer de vergüenza a sus habitantes, si tuviesen conocimiento de que tales masacres fueron cometidas en su tierra y que además, permanecen silenciadas. Por eso resulta desalentador que una elevada parte de la población española se muestre indiferente ante estos crímenes.

La táctica del fascismo para convertir en invisibles a sus víctimas en España y que el olvido las cubra para siempre, sigue aplicándose casi noventa años después por los herederos ideológicos de los represores, que no cesan en poner todo de tipo de trabas ante cualquier intento de esclarecimiento de aquellos deleznables sucesos.

Es innegable que a pesar de que cada persona, porte una mochila de dolor, en función de su relación particular con los diferentes aspectos que he expuesto en esta colaboración, existe un dolor colectivo, un dolor heredado cómo pueblo de un estado que aún niega la condición de víctima a las que en unos momentos concretos de la historia, lo fueron por efecto de actuaciones del poder de turno, al margen incluso de su propia legalidad.

Seguramente sea una fantasía, apelar a un relato histórico objetivo e imparcial y es que, no es la historia una disciplina cómo la física o las matemáticas, donde el factor humano nada tenga que ver. La historia y el relato del relato, nacen de la mente. No solo de lo visto o escuchado, si no de lo percibido y entendido. Por eso respeto al historiador que pretende ser honesto, a la voz narradora del pasado que sin ocultar intencionadamente sus tendencias políticas, aunque no fuesen afines a las mías, intenta poner en valor unos hechos. Tiempo habrá de debatir, de interpretar, pero una fosa común llena de los huesos de personas indefensas, comprometidas con la lucha por la libertad, de sindicalistas, de maestros… hasta para los más reacios y escépticos debería ser un agujero de horror incuestionable.

Cuando la narración de hechos así llegue a la sociedad y cale en su seno con la misma claridad por ejemplo, que lo hacen los efectos devastadores e indiscriminados de un coche bomba, quizá muchas personas abandonen la indiferencia que muestran hacia otras víctimas porque al final, el dolor nos hace a todos iguales.

Por eso, la labor denodada, repleta de amor y solidaridad de organizaciones comprometidas con la recuperación de la memoria histórica, así cómo de personas concienciadas y valientes, cómo el autor de este libro que tienes en tus manos, es vital para reconstruir un relato íntegro y valioso de nuestro pasado, buscando en nosotros un lapso de atención, una mirada atenta y fraterna. Tiempo suficiente para abrir mente y corazón, para ver, comprender y sentir.

Finalizo este texto con un par de palabras, tal cual si fueran un brindis lanzado a la memoria de quienes se dejaron la piel en pos de lograr un mundo más justo. Dos simples palabras pero a un tiempo, poderosas. Capaces de albergar en sí el remedio y fuerza necesaria, para avanzar hacia un futuro más fraterno, solidario, aplastando la retorcida impostura que arrastramos:

Memoria y empatía.

Francisco Panera


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FICHA DE SEÑALES DEL ALBA

AUTOR: Francisco González Tejera

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