El aislamiento obligatorio, nos concederá tiempo para leer, escribir, ver películas, puede que para dormir más e incluso para aburrirnos. A ratos no lo llevo mal. Hasta ahora he sido capaz de evadirme, al tiempo que me mentalizo de como pasar el mal trago si toca esta indeseable lotería. Pero sí, hay ratos peores. Conocer el recuento diario de nuevos infectados, de fallecidos, me trastoca, pero tengo que asumir que quizá, el virus esté viviendo ya en mis bolsillos, o espera sentado en el sofá del salón, la ocasión de extenderse como niebla por mi casa.
Igual, cuando esto pase, podríamos sacar conclusiones de este improvisado ensayo para la auto extinción, porque no aprendemos ni de errores pasados ni de los recientes, y tan inquietante es temer al virus, como constatar que es el Miedo como modo de vida, el que podría condicionar el porvenir. Un aspecto al que ya desde la antigüedad, escritores y estadistas, han hecho referencia. Pistas recientes de ese Miedo, las tenemos en la duda y el retraso de la toma de decisiones eficaces para frenar los contagios. Son inevitables las conjeturas sobre los efectos económicos, pero es que está en juego lo básico: la vida.
Una pandemia no concede recesos, y el tiempo, es pareja de baile del retraso. Si no entendemos que debemos invertir más en ciencia, si se sigue consintiendo el desmantelamiento de la sanidad pública, de todo ese tejido social que en esta situación se ha vuelto imprescindible, nos vamos a al carajo a medio plazo.
Porque es verdad, los tenemos de corbata ante la posibilidad de que colapse el sistema sanitario si la aparición de casos graves se dispara.
Entonces repararemos en que vivíamos cabreados desde hace bastante tiempo, y a la hora de repartir culpas, ¿se las cargamos todas a quienes promovieron este expolio de fondos y recursos, especialmente en sanidad, o guardamos parte para quienes con todo conocimiento de lo sucedido, les absuelven con sus votos, cita tras cita electoral?
Una sociedad con miedo, no mira más que el presente. No es capaz de intuir a donde le lleva la inacción para mejorar las vidas de todos. Una sociedad con miedo termina contemplando la injusticia como el que mira el paisaje, simplemente está ahí, y se integra en él.
No hay duda de que nadie esperaba vivir en sus carnes, lo que hasta ahora ocurría siempre muy, muy lejos o era el argumento de alguna película catastrófica, pero es que durante años hemos visto como se debilitaba la sanidad pública, que es ahora el flotador en el naufragio. Sabemos que antes, había más camas de hospital, más médicos en activo, más investigadores clínicos y nos la metieron doblada con la excusa de los recortes. Nos la metieron doblada y éramos conscientes de ello.
Cuando pase esto ¿seguiremos igual?
Algo bueno habría, si nos convencemos de que la primera línea de ayuda somos nosotros mismos. En esa primera línea y en la reacción está el pueblo, no está la banca, ni la patronal, ni la iglesia. No estará nunca la corrupta monarquía, ni algunos políticos que nos han conducido hasta aquí.
Ahora son indispensables los sanitarios, los panaderos, los transportistas, los basureros, los tenderos, los cajeros y reponedores de los súper, por enumerar solamente a algunos.
Y está muy bien decírselo, y mucho mejor, darles las gracias.
Si cuando la alarma del contagio pase, conseguimos que perdure una parte de ese empeño, quizá avancemos un eslabón más en nuestra cadena evolutiva. No en el desarrollo físico, ni en el genético, si no en lo empático.