Hay un aparatoso transbordador que une las márgenes del río Miño en su desembocadura, salvando la frontera entre Portugal y Galicia.
La embarcación, mas parecida a una enorme balsa que a un barco, se mueve en aguas de nadie, si se me permite reemplazar el término mas habitual de tierra de nadie por agua. Diría que no suena mal, bastante tiene la tierra con verse apropiada por los hombres para consentírselo el agua también.
Y allí en una eterna condena de ir y venir, llevar y traer, el barco cuando acerque a un viajante que salve el Miño, dejando atrás el pueblo de Caminha en la República de Portugal, le desembarcará en el muelle de un estado que aún es Reino y a la vez, se encontrará el viajero en medio de un paraje un tanto desolado nada mas desembarcar.
Cruzará realmente una frontera y no sólo en lo político, si no también en el tiempo.
Tras desembarcar se encontrará en medio de un aparcamiento, donde tan solo hay una construcción que alberga un puesto de venta de billetes para el ferry y una sala de espera.
En las cercanías no hay nada mas que un puñado de construciones abandonadas que en otras épocas, debieron dedicar sus funciones a actividades propias de la custodia de fronteras. Hay un pequeño puesto militar, que a juzgar por su aspecto debe estar fuera de uso, al parecer no se esperan invasiones, e incluso la ermita olvidada que está al lado de la carretera por la que en un par de kilómetros te plantas en A Guarda presenta un lamentable estado.
Es algo chocante toparse con un espacio tan hosco y abandonado, tras cruzar el río fronterizo y dejar atrás la perezosa y amable población de Caminha en este día de primeros de Julio. Da la impresión de que este paso ha quedado olvidado.
Llama la atención un pequeño monolito en medio de aquel lugar, sobre una acera que circunda el aparcamiento.
Sobre la piedra hay tallada una inscripción un tanto borrosa pero clara: “Praza da II República”.
Me pareció curioso, que lo primero que se encuentre un viajero al abandonar Portugal y pisar suelo del país vecino sea eso, una placa que conmemore que ese estado por un breve tiempo de su historia, también fue república.
Y me alejo buscando mi coche, que esa mañana había dejado aparcado junto al despacho de billetes del transbordador, por el simple hecho de cruzar el río en barco y pasar unas horas paseando y comiendo en la otra margen de la frontera.
Tras maniobrar y emprender la salida de aquella plaza, que insisto, a mi me parece un aparcamiento, me doy cuenta de que ese pedrusco, su placa, la cerámica adosada con la forma de la bandera tricolor republicana que alguien casi ha desprendido a golpes, y todas las construcciones abandonadas, casi ruinosas que la rodean, son un claro mensaje al visitante de que tierra pisan sus zapatos.
La tierra si, la tierra de unas gentes que poco a poco olvidan, entierran o dejan que se derrumbe el único periodo digno de su historia en el que porfiaron por considerarse mujeres y hombres libres.