Cada uno mantiene su paso. Ni se apremian ni se estorban.
Ahora, un último escollo a superar antes de llegar a casa. Media docena de escalones que van desde la entrada al portal hasta el rellano donde está el ascensor, les aguardan antes de llegar casa.
Llegué al portal detrás de este matrimonio. Saludo y sin prisa alguna, no puedo evitar sobrepasarles aunque aguardaré su llegada porque además, acabo de pulsar el botón para llamar al ascensor.
Hago como que me desentiendo de la espera revisando con parsimonia el buzón, lento con las llaves, sin prisa para abrir y revisar su contenido, que a pesar de ser domingo, contiene unas cuantas cosas, casi todo propaganda.
Ella sube primero el pequeño tramo de escaleras. A él, hoy le veo torpe. No se maneja muy bien llevando dos bastones y entre el esfuerzo que hace para salvar los escaloness y lo poco acostumbrado que parece a las cachabas, camina muy despacio.
Le recordaba sin bastones, puede que sea algo transitorio o puede que no. O será que hace bastante tiempo que no coincido con él. En cualquier caso, no se lo voy a preguntar.
Llega el ascensor, ella abre la puerta y me invita a pasar con un gesto, mientras aguarda aún unos segundos a que su compañero nos alcance.
-Al quinto.
Me lo ha dicho él, justo cuando estaba apretando el botón de mi piso y se lo iba a preguntar, porque tampoco estaba seguro de cual era su planta. Uno más de mis habituales despistes.
Pero de nuevo dudo, aunque ahora es porque no veo bien el botón del quinto. Vale que este año la presbicia se ha cebado un poquito conmigo, pero ¿tanto?
Será que he entrado un poco deslumbrado al portal, me engaño. Afuera la mañana es muy soleada y me he acercado a casa entrecerrando los ojos, porque este sol de Junio empieza a fastidiarme. Yo soy amigo de soles de Enero, de Noviembre o de Diciembre, de soles de invierno. Los soles del verano me incordian mucho y el de hoy, estoy seguro de que me ha deslumbrado.
Rápidamente calculo donde está el botón con el cinco,. Si a la derecha van los pares… a la izquierda los impares… !localizado!, aprieto y escucho la voz de mi vecino.
-Así. Muy bien.
Me da que este se ha dado cuenta de que no acertaba con el cinco y percibo un atisbo de solidaridad socarrona en su comentario.
-No te confundas amigo… – esto lo pienso, no se lo digo- solo es que he entrado deslumbrado y no…
Da igual lo que estuviese pensando. El elevador se pone en marcha y la pareja en el reducido espacio que los tres compartimos, queda frente a frente.
-Asfixiado ¿eh?, -le dedica ella sonriendo.
Él asiente, arquea las cejas y por un momento, la fatiga se le acentúa. Parece como si se hubiese mantenido un tanto tenso, forzado por compartir el ascensor, evitando mostrar su respiración alterada, pero al final rendido y ante la constatación de su compañera de lo cansado que está, se deja vencer, exhala y relaja su cuerpo.
Es sorprendente como puede cambiar la cara, el gesto e incluso la complexión de un cuerpo al abandonar ese estado de tensión que sin duda, los dos bastones a los que se aferra, aún agravan más.
Descansa apoyándose en la pared del ascensor. Ya no parece incomodarle que un tercero esté delante.
-Si , yo mal pero ¿y este? ¡Que no acertaba con el cinco!
De acuerdo. No es él, soy yo, que otra vez que me ha dado por adivinar su pensamiento, aunque va a ser que no.
Suspira y asiente.
-Asfixiado, si.
La cara de ella también refleja cansancio y le propina un cariñoso cachete en la mejilla. Pero algo no ha salido bien.
Hay veces que la fatiga nos juega malas pasadas, y a estos les acaba de suceder.
Estando cualquiera tan cansado, ocurre que en ocasiones “no se mide” el gesto y bueno, lo que debía ser un cariñoso cachete, digamos una amable caricia en la mejilla, ha sido una bofetada. No para tumbarle del golpe, pero una sonora bofetada, de eso no hay duda.
Transcurren dos o tres interminables segundos. Los tres debemos haber arqueado las cejas y abierto bien los ojos asombrados por lo que acaba de suceder.
¡Pues no se empiezan reír! Ya da igual que no estén solos en el ascensor. A ella se le ha ido la mano y la situación que realmente es cómica les hace estallar en carcajadas. Yo también sonrío pero es que les da igual, no me prestan ni la mas mínima atención.
Venían «vestidos de domingo», puede ser que este domingo regresaban de misa o de tomarse algún aperitivo. En cualquier caso vienen a casa a comer, como tantos domingos y domingos de su vida después de pasear elegantes, como los de su quinta siempre han hecho en días de fiesta.
Para el ascensor en el quinto, salen torpes sin apaciguar la risa y sin poder decirme ni adiós. Se cierra la puerta del elevador y mientras prosigue mi viaje a casa, reparo en que tienen muchos años y que van a ser muchos domingos los que llevan juntos.
Sus risas se van haciendo mas lejanas por la escalera del inmueble, pero no cesan. Diría que aún ríen con más fuerza.
Me da entonces por multiplicar los cincuenta y dos domingos que normalmente tiene un año por cincuenta y tantos años o sesenta años que pueden llevar de convivencia. Esta tontería que acabo de hacer me revela que puede que sean mas de tres mil domingos juntos.
A veces un número dice más que un montón de frases.
Antes, cuando ella le preguntó si se estaba asfixiado, las miradas de los dos se cruzaron. Creí adivinar que ahí había un trato sellado mucho tiempo atrás, un acuerdo vigente y para colmo, esa hilarante bofetada revela algo que entendemos y que no es necesario explicar.