Coincide que por la zona en la que paso gran parte de mis vacaciones, una pequeñísima localidad a los pies de la cordillera cantábrica en el norte de León, se deja caer por otro pueblo cercano, uno de mis escritores favoritos. Julio Llamazares, se llama.
Es originario de aquellos lugares, y varias veces nos hemos cruzado. Alguna vez con su coche, cuando transito en bicicleta por las “Hoces”, un desfiladero que por el sinuoso discurrir de su camino paralelo al río, recibe con total merecimiento ese nombre.
Otras, el encuentro sucedía en un bar, al que el escritor acudía a comprar prensa, a tomarse algo a media mañana, y yo, normalmente con ganas de recuperar las calorías absurdamente perdidas después de casi subir en bici el puerto de Vegarada y bajarlo, paraba en la misma tasca a olvidarme de mi fiebre deportiva, reconciliándome conmigo mismo, tomándome una caña.
O también podía ser en otros sitios por la zona, ¡que se yo!, pero todas esas coincidencias tenían algo en común: nunca me dio por comentarle nada.
No es por vergüenza, tampoco por molestar, solo que veía un poco forzada la escena.
Así que uno de esos veranos pasados, después de leer una de sus novelas, “La lluvia amarilla”, dejé el ejemplar en la guantera del coche. Me dije que como o le veía cuando andaba en bici, o también, cuando me desplazaba con el coche por las cercanías, a donde fuese, ya se daría la ocasión de entablar conversación, con la excusa de una dedicatoria.
Y ahí se quedó la novela, en la guantera del coche por unos cuantos años. Que digo que no es que dejase de encontrarme con el sujeto, solo es que cuando lo hacía, o era otra vez desde la bici, o el coche pillaba a desmano.
Pero ocurrió que finalmente el encuentro se dio, y tuvo algo de divertido.
Allá por 2013, Llamazares presentaba en la librería Elkar de la calle Licenciado Poza, en Bilbao, su última novela, Las lágrimas de San Lorenzo, y yo había acudido a la presentación con varias ideas claras.
La primera por escuchar a un escritor al que sigo, admiro por su obra y por supuesto que por aprender. Hacía un año que había publicado mi primera novela, El sueño de Akala y había que ir cogiendo tablas por si repetía experiencia en el futuro.
Otra era que aprovechando el cumpleaños de una de mis hermanas, le iba a regalar la novela dedicada por el autor.
Y otra más, que en realidad era la que más me coartaba, era obsequiar a Julio Llamazares con mi novela, el primer trabajo publicado de uno de sus lectores. Una obra que nada tiene que ver con la temática que él refleja en sus libros, ni por supuesto con el estilo que emplea. Un relato, al fin y al cabo, que quizás no fuese de su interés, ¡que se yo!
Después de ahondar en el sentido de su obra, de su última novela, después de estar él solo, hablando y hablando en aquel encuentro con su público, contando cosas interesantes sin que nadie le echase un capote, dándole pie a ir tocando distintos palos, con la ayuda de preguntas (¿qué os decía de las tablas?), llegó casi al final de la presentación, un turno de preguntas de los asistentes y ahí, no recuerdo bien como empezó, se puso a contar una anécdota que yo conocía.
Ya decía antes que habíamos coincidido bastantes veces. Sí, eso había dicho.
La cosa giraba en torno a cómo se tomaba él mismo, el asunto de ser conocido, las peticiones de dedicatorias o autógrafos inesperados. Alguien le había preguntado sobre ello, asunto que se salía claramente de los temas estrictamente literarios o novelescos, sobre los que había estado charlando.
Llamazares respondió amablemente asegurando que para nada le incomodaba el hecho en sí de atender o conversar con un desconocido “quien sí te conoce”. Lo desagradable podía surgir a veces, por la manera de ser de algunas personas.
“Esto es como cuando estás sentado en la terraza del Bar Orejas, en La Vecilla, un pueblo de León. Estás tranquilo, tomándote un café, leyendo el periódico, y se te planta al lado una señora, que termina por tirarte el café pues insiste en llevarse tu firma a cualquier precio. Donde sea. No en una dedicatoria en uno de tus libros, que podría parecer lo lógico, que va, quiere solo tu firma, por ejemplo en un trozo de página del periódico que lees.”
Digamos que he parafraseado mas o menos lo que dijo entonces el escritor, mas que por acordarme como lo hizo, porque yo había asistido casualmente a esa misma escena el verano anterior.
Fue que a la vuelta de uno de mis paseos en bici, 50 o 60 kilómetros mas o menos, (que para ser con mi vieja bicicleta de montaña, aunque ligeramente retocada para transitar cómodo por carreteras, no está mal, me parece), me detuve como suelo hacer cuando tomo esa ruta en dirección al puerto de Vegarada, rayando con Asturias, en el Bar Orejas, de La Vecilla. Desde ahí a a terminar la ruta en casa, me restan algo menos de diez kilómetros. Kilómetros que se me suelen “amontonar” después de que mi sufrido organismo se premie por el esfuerzo con una jarrita de cerveza, o si acaso, y si estoy muy tiquismiquis con la hidratación deportiva y tal, con un aquarius.
Aunque casi que igual es un poco mentira, que eso, lo del aquarius lo habré hecho dos o tres veces en mi vida. Que si no me trinco una birra me pido una coca cola, que todo ese exceso de azúcar que contiene camuflada (¿cómo lo hacen?) me sienta de cine.
Pues ahí estaba, reposando en una silla de la terraza del bar a la fresca sombra de los árboles. Que aunque en agosto por esa zona, el sol casca con fuerza, lo hace mas tarde, y ese sol de media mañana yo, aún somos amigos. Frente a mí en otra mesa, está sentado Llamazares tomando un café y ojeando un periódico.
Y yo a lo mío, a mi trago, valorando lo curioso de la situación de coincidir año tras año y por los mismos lugares con un autor al que leo y disfruto.
Él, estaba a lo suyo, y yo claro, yo no tenía a mano el libro que llevo en la guantera del coche. Igual es que me como mucho la cabeza a veces, si.
En esto que se le acerca una señora que se ha levantado desde otra mesa de la terraza.
-Hola, ¿usted es escritor?
-Hola, pues si señora.
-¡Ay!, pues écheme una firma.
-¿Cómo una firma? ¿donde?
-Que mas dará, ¡aquí mismo!
La señora, decidida, arranca un trozo de la página del periódico que el escritor estaba leyendo, y con la brusquedad de sus movimientos del periódico, termina por derramar el café que el hombre tenía en la mesa.
Obviamente, este se mosquea. Le pregunta a la mujer, que si acaso sabe quien es él, que qué hace, que si conoce su nombre. Tiene serias dudas de ella que sepa quien es, y yo al ver la escena también. En tal caso ¿qué sentido tiene una firma?
Y si, parece claro que la mujer no tiene ni idea, ni de cómo se llama ese tipo, ni que hace. Bueno, parece que escribe, si. Debió ser, por los gestos que cruza con quien estaba sentado a su lado, que le ha dicho que aquel tipo era escritor, y ella no necesita mucho mas. Solo quiere llevarse su firma, eso le dice al autor. Y que venga, que la firma, que ahí mismo, en ese trozo de papel, que es para su hija, que lee muchos libros, y sí, que ya sabrá ella quien es.
Finalmente, Llamazares se rinde y consiente en firmarle el papelucho, pero antes de hacerlo han estado los dos un rato porfiando, porque la señora se plantaba a su lado de brazos cruzados, sin ánimo de retirarse hasta cobrar su pieza.
Regresando de nuevo a la presentación de Bilbao, me fui rezagando hasta quedar el último en la fila de los que le solicitaban una dedicatoria en su nueva novela. Cuando tocó mi turno, y después de dedicar su relato a mi hermana, se quedó mirandome con aire de duda.
-Yo, ¿te conozco?
-Nos hemos visto bastantes veces, pero nunca hemos hablado. Normalmente por el Bar Orejas, cuando paras por allí a comprar prensa o tomar algo. Te he visto alguna vez, pero es raro que tú te acuerdes, porque suelo estar con un maillot ciclista, un coulotte, casco…
-Puede ser, igual si. ¿ Y vas mucho por aquella zona?
-A una casa familiar, de veraneo, en otro pueblo.
-Yo también tengo casa por allí, y me acerco algunas veces desde Madrid.
-Ya, la cosa es que lo que has contado de la señora… fue este verano. Estaba esa mañana sentado en otra mesa de la terraza.
Llamazares asintió. Durante la exposición de aquel episodio, en dos o tres ocasiones cruzamos la mirada, y me parecía tan extraño que reparase en aquello, que me dio por pensar “este me ha conocido”.
Supongo que todo fue una casualidad.
Pero bueno, ya a la hora de marcharme eché mano de un bolso y saqué una novela que llevaba expresamente para la ocasión.
-Verás, además de leerte y disfrutar con tus novelas, (algo así diría…) yo también escribo. El año pasado publiqué una novela y si te parece quería regalártela.
Luego le expliqué un poco su argumento, me dio las gracias y dijo que la leería.
-Veremos si es de tu gusto. En realidad no tiene nada que ver con lo que haces.
-Eso da igual, yo leo de todo.
Después nos despedimos, deseándonos suerte.
La cosa podía haber quedado ahí. De hecho se había quedado ahí, porque aunque seguí viéndole los años siguientes, ya no era en los veranos en aquel bar, que había cerrado, si no de pasada cuando nos cruzábamos, él en su coche y yo en mi bici, por aquella estrecha y serpenteante carretera.
A todo esto, he de decir que no es que conociese su coche, era simplemente que reconocía la cara del conductor. Puede ser porque pasan pocos coches por la zona, o puede ser, que de nuevo se trate de casualidades.
Y decía que el asunto se había quedado ahí… hasta hace justo una semana.
Y ahora me arranco con otra historia, que aunque parezca que nada tiene que ver, puede que a su discurrir, sí que lo tenga.
Las vacaciones de este verano ya se me habían acabado, pero aún me quedaban cuatro días por disfrutar a primeros de septiembre.
La semana pasada, en compañía del menor de mis hijos, subí hasta un paraje, en la vertiente sur de la cordillera cantábrica, donde se alzan los primeros montes que le dan forma de cadena montañosa. Caminamos hasta unos peñascos que por la zona llaman Peña Morquera.
Ascensión por una senda bien empinada, para alcanzar un collado que da paso a otros espacios, valles maravillosos, escondidos y ante los que siempre, me es imposible serenar el ansia por capturarlos en fotos primero, y en clavármelos en las retinas después, sin prisa por seguir con la marcha.
Pero no era ese día el paisaje el objeto de la marcha. Peña Morquera, alberga un conjunto de trincheras, parapetos, bunkers excavados en la roca, y otras defensas, que sirvieron desde el verano de 1936 hasta bien entrado el otoño de 1937, para frenar el avance de las tropas fascistas, en su empeño por invadir el norte peninsular.
Si, la guerra civil ha dejado muchas huellas aún visibles en muchos lugares y también lo hizo a lo largo de toda la cordillera cantábrica. Las montañas, al menos en las guerras de antes, eran una buena defensa natural u obstáculo, según desde la trinchera en que uno se resguardase.
Esas mismas montañas fueron barrera para los romanos, en su afán de someter a astures y cántabros. Asunto que finalmente solventó Roma tras una ardua lucha de mas de diez años.
Lo fueron en el siglo VIII para los musulmanes, pero estos no lograron rebasarlas y asentarse en el cantábrico.
Y también fueron escenario de combate en el siglo XX. Pero aquello fue una guerra civil, y una guerra así es diferente, muy diferente. Como también era diferente la correlación de fuerzas, cuando por un lado, avanza un ejército regular, y por otro, son milicias, la gente de los pueblos de la comarca, las que lo intentan frenar. Una lucha más similar a aquella lejana de astures y romanos.
Llegamos hasta los primeros parapetos, saltamos sobre la serpenteante trinchera, que aunque está bastante cubierta de piedras, es perfectamente reconocible. Y así, poniendo pie en aquellas defensas, miraba de vez en cuando hacia lo hondo del valle, desde la misma posición en la que ochenta y pico años atrás, los milicianos aguardaban a las hordas que venían a arrasar con su exigua libertad, recreando en mi imaginación cómo podría haber sido aquello.