Lo de escribir libros tiene algunos pequeños «lujos» que no estarían posiblemente a mi alcance de no haber asomado la cabeza en el mundo literario. Es algo que agradezco de verdad y que me apetece compartir.
Una vez, no me acuerdo cuando, me dio por pensar ya entrado en la cuarentena, que me habría gustado ser maestro. Creo que tal idea apareció en mi cabeza cuando empecé a tomarme en serio lo de escribir. Cómo la mayoría de escritores, no vivo de lo que escribo, si no de otra labor que nada tiene que ver con ello. Quizá haber sido un profe de literatura o historia, pensaba, le daría alas a la creatividad, quizá la mía o la de otros. Nunca podemos estar seguro de en que medida podemos u otros pueden llegar a influir en la citada creatividad.
Reparo en tal cuestión, porque he participado en una salida con alumnos de 2º de ESO y sus profesores a visitar los parajes que rodean el castro de Malmasín, escenario de en mayor o menor medida de mis dos novelas publicadas, de ahí el «lujo» al que me refería al principio, porque lo es.
Tengo un par de hijos y la edad y las actitudes de estos chicos y chicas no me es para nada extraña, es mas, parecía que a ratos estuviese con los míos, pero si hubo una cosa que casi había olvidado de cuando yo tenía también 13 o 14 años, y es el «cómo » éramos cuando íbamos en manada: Unos auténticos vacilones, y eso no lo puedo ver con mis chavales pues evidentemente no salgo con ellos y sus amigos.
Tuve que encajar alguna que otra vacilada, incluso recibí algún que otro comentario subido de tono por alguna de las mas atrevidas chavalas, que despertó la risa entre sus amigos y amigas, y en mi también, aunque ellos no lo viesen. Y cómo un nexo de unión que cohesionaba todo y a todos los que íbamos en aquella excursión, un profesor que era adorado por los chavales, que sabía pincharles y motivarles para mantenerlos activos, incluso a los mas pesimistas y perezosos ante la perspectiva de tener que subir a un monte.
Alguna vez tuve un profesor así, y este tipo es de esa casta de maestros a la que me me habría gustado pertenecer.
Pero volviendo al tema de la excursión, la cosa es que alcanzamos la cima de Malmasín, cada cual a su ritmo, y una vez arriba estuvimos un rato comentando aspectos del lugar, de la historia y de cómo era el mundo hace mas de dos milenios, cuando lo normal era vivir allí arriba y no en las vegas de un río, cómo es nuestro caso.
El mundo cambia constantemente, pero hay cosas que siempre se mantendrán, como el gesto por ejemplo el de estos chavales, que al alcanzar la cima vuelven la vista hacia abajo satisfechos por el esfuerzo empleado en superar el obstáculo de la pendiente. Los hay que hacen parecido a lo que a mi me gusta, abstraerse del bullicio de voces del numeroso grupo y mirar alrededor, mirar al mundo. Soy de los que piensan que desde la cima de cualquier cumbre, mirando a la lejanía, podemos encontrar cualquier cosa, especialmente sentimientos o ideas que escondemos dentro.
Les veía mirar así y no podía evitar pensar en algunos de los personajes de mis novelas, ya sé que son tipos que han surgido de la imaginación, condicionados por el propio relato, pero guardo algo de ellos dentro que me hace recordarlos cómo si en algunos casos, de personas se tratase.
Decía que los veía así, y me acordaba por ejemplo de Akala, pues comparten edad con este personaje, y dentro de cada uno de ellos los problemas, los anhelos o ilusiones, podían ser tal cual los de este muchacho, o cómo lo fueron los míos a su edad, aunque quizá aún lo sigan siendo. He crecido, mi cuerpo se sigue transformando, voy dejando cada vez mas atrás lo que era la juventud para adentrarme en el pantanoso territorio del que dicen se llama «madurez» y no logro entender porque el seso no lo ha hecho.
Menos mal que siempre nos quedará el monte, para que cuando nos sentemos en la cima para combatir la fatiga del camino, la inmensidad que se extienda a nuestros pies nos revele que si, que es cierto que formamos parte de algo muy grande.