El viaje de Julen

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Así comienza el viaje iniciático de un tal Julen, en un capítulo de Dolor.

Y así, he encontrado las localizaciones, esta mañana por Bilbao. Un poco cambiadas, sí, pero no demasiado.

6. El viaje

La estación de La Concordia es un edificio de estilo modernista. Su fachada ornamentada que entremezcla cerámicas, hierro forjado y cristal, la convierten en un hermoso balcón desde el que asomarse hacia la ría de Bilbao, hacia el imponente teatro Arriaga y al laberíntico casco histórico de la villa.

Hacia esa estación camina Julen, y mientras cruza la ría por el puente del Arenal, va pensando en tales asuntos, si en efecto, son los edificios emblemáticos en una ciudad, los que la confieren de un talante particular, o si por contra, es la idiosincrasia de sus gentes, la que moldea y da forma a las construcciones, para que reflejen su ser y carácter. Especula y se adentra en cuestiones tan paradójicas, pues a pesar de no haber pegado ojo en toda la noche, está lúcido y mantiene el desparpajo conferido por los restos de la mescalina, que todavía se recrean por entre sus neuronas. (…)

Faltan poco más de diez minutos para la salida cuando, por fin, asciende la escalinata hacia el andén con su título de viaje. Arriba una larga y coqueta columnata de granito, le anima a acercarse y a apoyar sus manos en la balaustrada que se asoma sobre la calle Bailén.

Se libera del peso de la mochila, apoyándola a su lado y da lumbre a un Lucky que acaba de poner en sus labios. Exhala intensas bocanadas de humo y repara en que muchos otros antes que él, apoyados sobre esa misma piedra que como un balcón mira a la ciudad, habrían encendido su primer cigarrillo al llegar a Bilbao en aquel tren, que empezó trayendo carbón a finales del siglo XIX pero al que se fueron después subiendo, los jóvenes de los parajes por donde discurría el hullero. Convertidos en la mano de obra que rendiría su esfuerzo en la deshumanizada industria, que se expandía por las orillas de aquella ría, o se convirtiesen ellas, en empleadas domésticas de la floreciente burguesía vasca.

La locomotora, una ensordecedora máquina de gasóleo, emite un mugido sin fin, sin descanso, que no se interrumpe ni para tomar aire y retumba contra la cubierta de la estación. A Julen le parece una puesta en escena de vigor desproporcionado, para solo tres vagones que tiene que arrastrar. Pero toda la potencia que alberga, no será para nada desdeñable cuando el convoy encare las prolongadas rampas que lo ascenderán a la meseta.

El transporte le ha estado aguardando con las puertas abiertas y apenas unos segundos después de cruzarlas, se cierran tras un sonido de advertencia. Ya dentro, el retumbar de la locomotora disminuye, aunque su rumor persistirá a lo largo de todo el viaje.

A simple vista parece un tren de cercanías. La sobriedad del interior del vagón y el dudoso confort que el ofrecen sus asientos, no parece el más adecuado para un viaje que no será corto.

Viaja en el último vagón y tras dejar la aparatosa mochila en el portabultos, toma asiento pegando la cabeza a la ventanilla, para ir poco a poco serenando su mente de la tormenta de pensamientos dispares que le asaltan.

Al iniciar el Tren de La Robla la marcha, la vista del andén es sustituida por el caótico paisaje de cualquier estación, un discurrir de raíles que se entrecruzan, vagones de mercancías huérfanos y montones de traviesas apiladas sin orden. Seguidamente, se interna en un túnel, discurriendo bajo el barrio de Bilbao la Vieja, quizá también bajo la desarropada pensión El Paraíso o el calamitoso puticlub en el que el día anterior realmente comenzó su viaje.